LAS DOS CARAS DE LA MONEDA
Daniel De Abreu O.
Yo era muy valiosa para
él, no tenía dudas de ello. Aunque lo nuestro duró muy poco y en ocasiones me hizo sentir reemplazable mientras su mirada se posaba en otras cosas ajenas a mí. Aún con ello y mis constantes arrebatos de celos, me sentía solo suya. Me había hecho creer a mi misma, que yo era su único tesoro.
Él me buscaba, acariciaba mis curvas desnudas, se veía en mí y me besaba con sus labios sucios.
Sí, sus labios sucios y sus manos sucias, cansadas, y agotadas de beber anís. Yo
había pasado por muchos hombres: Ricos, Banqueros, Lustradores, Dependientes y
hasta muchachos inocentes a los que le cambié la vida. Yo los hice desear, desear más. El había sido el más pobre de todos pero puedo asegurar que ninguno de ellos me tocó como él.
También es cierto que nunca me presentaba a nadie, no creo que haya sido que se avergonzara de mí ya que nunca nadie se avergonzó de exhibirme y él que me ocultaba, me tenía en la palma
de su mano.
Sé que sueno confundida y
la verdad confieso siempre haberlo estado. Es difícil convivir conmigo misma
cuando todo parece ser cuestión de cara o sello. De ganar o perder. De pensar
en que sí yo no lo era todo para él, entonces no valía nada.
Fue una tarde cualquiera y él se encontró con algún hombre que parecía conocer, yo no podía
saberlo pues como de costumbre no me presentó. Me hice la sorda e ignore su
aburrida conversación. Yo que estaba acostumbrada a recibir toda su atención me
sentía indignada al estar en segundo plano, mientras él me sostenía con su mano
sudada y temblorosa.
Solo preste atención
cuando lo escuche quejarse de lo difícil que era su vida. “Ja, que patán, ¿Qué
más le hacía falta para ser feliz sino yo? ¿Qué más deseaba?” Pensé angustiada.
Los recuerdos me alcanzaron,
yo que había pasado una vida entera haciendo desear a los hombres me había
encontrado con la realización súbita de que yo nunca había sido suficiente. Siempre
iban a querer más.
Mientras yo me hundía en
la angustia el presunto conocido le mostraba cosas de lo más comunes pero
revestidas en oro: Un ladrillo, un león. Nada impresionante en mi opinión. El
por su parte parecía desear mucho más de lo que el hombre le mostraba.
El borracho empapado en
envidia, tuvo el descaro de manifestar abiertamente su deseo en mí cara. Quería
su dedo, pero, ¿Para qué? Quizás había perdido su tacto por estar recogiendo
cosas de las aceras, Quizás sabía que ya no me tocaba con la misma magia que lo
hacía antes y quería avivar lo nuestro.
Yo estaba equivocada. Justo cuando creía que lo nuestro tenía arreglo, me hirió con una lluvia de palabras punzantes, tan duras como para penetrar el acero mejor forjado. "Yo pense que esta porquería era única en el mundo" Dijo apartándome con un gesto rudo "pero con ese dedo tuyo, podría tener mil más como ella. Mejores, más valiosas. Esta ya está desgastada de la cantidad de hombres por las que ha pasado"
Que manía la mía de soñar con cosas absurdas. Solo quería dejar de pasar de un hombre en otro y que tal vez alguno de ellos me acogiera en su casa para siempre. Como un pequeño tesoro, como algo sagrado y no reemplazable. Yo soñaba con un calor humano que más nunca tuve. Pero en cambio mi casa paso a ser aquella fosa sucia en la que caí.
Nunca supe que
fue de él, ni de su nueva relación con el dedo,
así como nunca supe qué me falto darle. Él fue mi último hombre. Nadie
me volvió a coger, aun siendo monedita de oro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario