Bienvenidos

Bienvenidos

Etiquetas

domingo, 13 de marzo de 2016

El día que conocí a Lavanda



"Sólo se volverá clara tu visión cuando puedas mirar en tu propio corazón. Porque quien mira hacia afuera sueña. Quien mira en su interior despierta"



Carl Jung.

—Clara, mírame —abrí los ojos como quien abre una ventana en el día más caluroso de mayo —¿te parece que miento?

Clara me miró durante medio minuto y en su cara se dibujo una línea fina de la que colgó un dejo de decepción.

—Ahí esta, lo volviste a hacer —dijo ella

—¿Qué cosa? No he hecho nada.

—Sé cuando estas mintiendo, mueves rapidito los ojos hacia a un lado —dijo mirándome con un gesto cansado— ¿Cuándo vas a cambiar?

I


Tomé el tren sur hacia la estación Bahía Blanca, leí un cuarto del Estravagario de Neruda y me dormí a eso de las 11:14 de la mañana. Soñé con besos claros. Era el invierno del 98' en Cabo Guante. Dentro de la cabaña, Clara me tomó de la mano y miró tan dentro de mí que temí perder el nombre, el alma, el sueño. Las gotas del ron de roble encontraron un caudal entre sus labios rotos y yo encontré un lugar para acampar en su pecho. Nos quedamos allí mirando al cielo raso y describiendo con nuestras miradas una pirámide perfecta. Queríamos viajar al mismo mundo... queríamos encontrarnos. Estabamos tan cerca y tan lejos.

Desperté con el corcoveo del tren y añoré el sueño que se había quedado atrás en el camino. El calor de Bahía se mezcló con el gentío y me desesperé por salir del vagón. Tomé mi maleta, mi libro y la diminuta caja de caoba que coloqué en mi bolsillo izquierdo antes de bajar a la estación. 

Bahía Blanca vestía unos colores magnánimos: telares tricolores que guindaban a las afueras de las tiendas de la estación; niños con camisas variopintas que pedían limosna y se amontonaban frente a los pasajeros con sus sonrisas aun inocentes. Algunos de ellos ya se habían hecho con un par de doblones y se les veía compartir un paquete de churros, todos juntos a la sombra, de modo que ninguna se quedará afuera. Eran una pequeña familia. Donde todos cuidaban los unos de los otros, aun teniendo casi nada. Nadie se quedaba sin comer. Esos niños eran el primer plano de una imagen compleja: eran el reflejo mismo de Bahía Blanca, una ciudad pobre pero cargada de calor humano. ¿Qué hacía distinta a esta gente?

Compré una docena de churros, cuatro suspiros y una conserva de coco. Me senté a hacer tiempo; había pensado guardar para Clara cuando sentí una presencia casi minúscula. Miré tras el banquillo y vi a una niña de cabellos color ceniza y una camisa rosa holgada con motivos florales. Tenía los ojos bien abiertos y perdidos; me llamo la atención como bamboleaba su puntiaguda nariz, como intentando adivinar si aquellos churros llevaban arequipe o chocolate. Su nombre era Lavanda; su tono de voz vibraba como un acorde compuesto y brillante; su mirada era diáfana, y, tenía un olfato impecable y desarrollado que compensaba su ceguera.


Nos terminamos los churros y se reclinó en el banquillo de la estación, haciendo girar sus manos sobre su barriga con un gesto de satisfacción. Le pregunté donde podría comprar un ramo de flores para Clara. Había quedado en verme con ella en la estación a las 4 de la tarde y no quería llegar con las manos vacías. Lavanda tomó mi mano y me guió como sí pudiese ver cosas que yo ignoraba. En el quinto andén había una floristería de 6x6 que parecía más una tienda de conveniencia que un dormitorio de orquídeas y azaleas. 


Lavanda tocó con cuidado al menos sesenta de las flores que se exhibían y agarró un par de dondiegos cuyo color me recordó a las manchas de sol que adornaban la palidez delicada y característica de Clara.

—Con estas se va a enamorar —dijo ella

—¿Qué te hace pensar que quiero enamorar a alguien?—pregunté

Lavanda bajó la cabeza y giró la mirada hacia un lado. Me reí pues ese era el gestito que tanto me reprochaba Clara. Verla me hizo darme cuenta de que en cierto modo, ambos eramos ciegos cuando hacíamos aquel gesto. Nosotros no buscábamos nada fuera de nosotros mismos, sino muy adentro, en la mente o el corazón. 

Subió la cabeza de golpe, alzó ambas cejas de manera solemne y puso un tono de voz que me recordaba al que yo mismo ponía cuando era más joven e iba repartiendo mentiras blancas.

—Sencillo —dijo ella —esta florecita tiene muchos nombres y cuenta mil historias —repitió el gesto de la mirada —pero, es una flor mágica. Puede guardar mil nombres y sí alguien comparte sus churros con una niña ciega entonces es que pretende enamorar a una mujer, regalándole su apellido. Usted se quiere casar con... ¿Cómo se llama ella?

Entrecerré los ojos y le seguí el juego:

—Su nombre es Clara y su tez es blanca como la arena de Bahía 

—No sé de que color es la arena, pero, sé que es cálida. He jugado mucho en ella —sonrío para sí y giró su cabeza hacia donde yo estaba —Dile que estas flores llevan su nombre y que son calentitas, como un churro recién hecho.

Me sorprendió la dulzura de Lavanda. Parecía un recipiente mínimo que guardaba en su haber mil almas puras y con experiencias de los siglos. Por un momento sentí como sí ella pudiese ver a través de mí; a través de mis miedos y sueños. Sentí eso, por segunda vez en mi vida, y me ruboricé al pensar que pudiese ver en la esquina de mi corazón a Clara, con una precisión tan fiel que podría retratarla de memoria, en un dibujo de arena. 

—¡Eres toda una experta en esto de las flores! —solté por fin 

—Claro —dijo ella —¡por eso me llamo Lavanda!

II

Insistí en darle algo de dinero por haberme ayudado a escoger las flores. Hasta ese entonces no había pensado sobre sí Lavanda tenía un hogar, o al menos una familia. Sin darme cuenta la había embolsado junto a los otros niños que vestían andrajosos y parecían vivir en la calles de Bahía. Me avergoncé y ella se limitó a reírse de mí como sí yo estuviese ignorando lo más importante. —yo vivo aquí, en Bahía Blanca. —dijo haciendo un gesto amplio con su pecho y ambos brazos. —no te preocupes por mí—

Me encontré con Clara a las 5 de la tarde y como de costumbre tuve que inventarme una excusa para justificar mi retraso. Había comprado unos dulces para compartir, pero, me los habían arrebatado de las manos. No, eso no era creíble, nadie robaba en Bahía Blanca. Había estado, ayudando, a alguien con sus maletas. ¿Por más de 3 horas?. Mmmm, me había distraído hablando con una niña sobre los mil nombres de una flor. Eso era. Clara asintió, pero la ceja levantada y sus labios arrimados hacia su mejilla izquierda me hicieron pensar que no me había creído del todo. Le di las flores y sus labios volvieron a su lugar de origen, se expandieron y sonrió amplia como una hamaca entre dos palmeras. 

—No entiendo porque inventas tanto—me tomó del brazo y se acercó a mi con un medio abrazo —me hubieses mostrado las flores y ya.

—No todo es mentira —reí

—¿Ayudaste a alguien con su maleta durante 3 horas? Seguro empacó la casa 

—Venía de Neptuno —dije —se había traído una colección de rocas extraterrestres 

—Vale ya, entiendo —dijo llevándose la mano a la boca tratando de ocultar una risita

—La verdad es que, la parte de los mil nombres es cierta. Hoy reclamé sobre esta flor un nombre hermoso. Les he puesto Claras. Son cálidas como tú. Sí cierras tus ojos y las tocas con el dorso de tu mano puedes sentir la arena de Bahía arroparte. 

Clara me miró. Parecía buscar una señal, un hilo destejido para halar. Sentía que de encontrarlo lo halaría tan fuerte que me hubiese quedado desnudo. 

—Lo del tipo de Neptuno estuvo bueno, pero esto es una labia de ciudad —espetó

—Clara, yo —respiré hondo y contuve el aire, me aferré del mango de la maleta y sentí como mis hombros se erguían describiendo un arco que se tensa. —-No quiero volver a la ciudad. Quiero mudarme acá. Contigo.

Clara se quedó mirando las flores y las acarició con los ojos entrecerrados. El viento corría sus rizos como sí fuese una amiga íntima que la peinaba y aconsejaba ante un problema difícil. Por un momento sentí que no había dicho nada en absoluto y que solo había imaginado decirlo. Hasta que una lagrima rodó hasta sus labios.

III

—¿Hasta cuando? Solo dímelo. —Clara secó sus lagrimas con la palma de su mano. —¿Cuando vas a cambiar? No son las mentiras tontas, son este tipo de cosas. ¿Cómo te tomo en serio sí haces el mismo gestito de siempre? Como sí vivir juntos fuese un juego o una mentirita blanca que llevas hasta el final a ver sí se da. Yo no necesito esto, no necesito mentiras. Sí no me estas mintiendo, mírame a los ojos y demuéstralo.

6 horas atrás, la hubiese mirado, hubiese vuelto a abrir los ojos para que el calor de mayo los friera de ser necesario. Hubiese dejado que viera dentro de mí sin miedo alguno, porque yo solo quería una cosa en el mundo: A ella, a sus rizos mal atornillados y a su piel de arena blanca; a ella y a sus sueños de mar, en los que moriría ahogado por gusto.

Entonces, cerré los ojos. El calor de la tarde me estremeció y sentí como sí alguien me diera un par de palmadas en la espalda. Los colores que antes había visto se convirtieron en olores a conserva, fritura y camino. Entre la humedad que nos recorría un aire fresco provenía del pecho de Clara y yo podía verlo como sí lo respirara únicamente hacia mi, con un color turquesa que me serenaba y me llamaba.

Me acerqué a ella buscándola como sí estuviese a millas de mí. Recorrí esos diez centímetros como un peregrinaje milenario y me ceñí a su torso como una ropa holgada que no ata pero cubre; que no aprieta pero protege. La abracé y sentí el invierno del 98' con una calidez que solo vivirían aquellos, que en el polo más frío del mundo, encuentran a alguien a quien amar.

—Estoy cansado del frío Clara.

Clara parecía haberse ahogado en aquel abrazo. Sentí como su cabeza se ladeaba en aquel gestito que tanto reprochaba de mi. Ella estaba buscando, allí, dentro de sí, la respuesta. Ninguno de los dos mentíamos cuando mirábamos a un ladito, solo escuchábamos al corazón, así como aprendí de Lavanda.

Saqué de mi bolsillo la diminuta caja de caoba, puse una rodilla en el suelo y la abrí para ella. Cuando vio el anillo, Clara no miró a un lado, no respiro, no dijo nada. Me besó con unos labios que ya no estaban rotos al frío. Sentí el calor del mismo mundo iluminarme el pecho. Coloqué el anillo de compromiso en su dedo anular y nos volvimos a abrazar. Clara que había estado llorando me hizo una pregunta un tanto extraña.

—¿Por qué escogiste unos dondiegos? ¿Sabes que flores me gustan?

—No hay muchas flores que aguanten el frío de Cabo Guante, —respondí —supongo que por eso nunca te había regalado flores 

Clara olió una vez más los dondiegos y luego se acercó para olerme de una manera que me tomo por sorpresa

—Ahora que vamos a vivir juntos ya no hay excusas para que no sepas mi flor favorita.

—Claro, ¿cuál es? —dije con curiosidad

—Es extraño que no lo sepas, —dijo Clara circunspecta llevas su olor como sí lo hubieses perfumado a tu piel. 

Cerré los ojos y miré a un ladito, respiré el aire de Bahía Blanca reconociéndolo como mi nuevo hogar. Y me di cuenta de que Clara tenía razón. Yo olía a su flor favorita, la que conocí en aquel lugar mágico en donde llegaban y partían trenes.

Aquel día de mayo, le propuse matrimonio a Clara y ella, dijo que sí.

Aquel día de mayo cálido y hermoso, en el que yo conocí a Lavanda. 






No hay comentarios:

Publicar un comentario