Bienvenidos

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martes, 12 de abril de 2016

Toda cansada

Veo las calles huérfanas de modales
Con sus buenos días mal amarrados
Con el hacinamiento de cansancio en vagón
Con peatones sórdidos casi-zombis
Medio vivos pa’ bachaquear
Medio muertos pa’ dar las gracias
Así vamos, con la tierra agotada
Con (más)caras largas que ocultan la verdad
de acumuladas impotencias
de ojeras cual bultos
Donde se acumularían lagañas
De no ser bañada en lágrimas
amarillas, azules, rojas
Estrujadas cual los sueños
Que con el tiempo van muriendo.
Y continuamos, dando tumbos, todos juntos
Sin darnos cuenta -de que en verdad, vamos juntos-
De que compartimos el alquiler del piso
La potestad de la aurora y el contrato ciudadano
Donde no solo mirar al cerro basta
Ni vestir la playa de canciones varias
Ni morder la arepa con las manos
o ondear una banderita en capa
Para ser venezolano.
Lo sabe la izquierda y la derecha, tierra de gracia
Va por las calles huérfana –como ya te he contado-
De modales, de esperanza, de calidez humana
Va huérfana y triste, mi tierra
Toda angustiada
Toda exiliada
Toda venezolana.
Alejandro Dathe

domingo, 13 de marzo de 2016

El día que conocí a Lavanda



"Sólo se volverá clara tu visión cuando puedas mirar en tu propio corazón. Porque quien mira hacia afuera sueña. Quien mira en su interior despierta"



Carl Jung.

—Clara, mírame —abrí los ojos como quien abre una ventana en el día más caluroso de mayo —¿te parece que miento?

Clara me miró durante medio minuto y en su cara se dibujo una línea fina de la que colgó un dejo de decepción.

—Ahí esta, lo volviste a hacer —dijo ella

—¿Qué cosa? No he hecho nada.

—Sé cuando estas mintiendo, mueves rapidito los ojos hacia a un lado —dijo mirándome con un gesto cansado— ¿Cuándo vas a cambiar?

I


Tomé el tren sur hacia la estación Bahía Blanca, leí un cuarto del Estravagario de Neruda y me dormí a eso de las 11:14 de la mañana. Soñé con besos claros. Era el invierno del 98' en Cabo Guante. Dentro de la cabaña, Clara me tomó de la mano y miró tan dentro de mí que temí perder el nombre, el alma, el sueño. Las gotas del ron de roble encontraron un caudal entre sus labios rotos y yo encontré un lugar para acampar en su pecho. Nos quedamos allí mirando al cielo raso y describiendo con nuestras miradas una pirámide perfecta. Queríamos viajar al mismo mundo... queríamos encontrarnos. Estabamos tan cerca y tan lejos.

Desperté con el corcoveo del tren y añoré el sueño que se había quedado atrás en el camino. El calor de Bahía se mezcló con el gentío y me desesperé por salir del vagón. Tomé mi maleta, mi libro y la diminuta caja de caoba que coloqué en mi bolsillo izquierdo antes de bajar a la estación. 

Bahía Blanca vestía unos colores magnánimos: telares tricolores que guindaban a las afueras de las tiendas de la estación; niños con camisas variopintas que pedían limosna y se amontonaban frente a los pasajeros con sus sonrisas aun inocentes. Algunos de ellos ya se habían hecho con un par de doblones y se les veía compartir un paquete de churros, todos juntos a la sombra, de modo que ninguna se quedará afuera. Eran una pequeña familia. Donde todos cuidaban los unos de los otros, aun teniendo casi nada. Nadie se quedaba sin comer. Esos niños eran el primer plano de una imagen compleja: eran el reflejo mismo de Bahía Blanca, una ciudad pobre pero cargada de calor humano. ¿Qué hacía distinta a esta gente?

Compré una docena de churros, cuatro suspiros y una conserva de coco. Me senté a hacer tiempo; había pensado guardar para Clara cuando sentí una presencia casi minúscula. Miré tras el banquillo y vi a una niña de cabellos color ceniza y una camisa rosa holgada con motivos florales. Tenía los ojos bien abiertos y perdidos; me llamo la atención como bamboleaba su puntiaguda nariz, como intentando adivinar si aquellos churros llevaban arequipe o chocolate. Su nombre era Lavanda; su tono de voz vibraba como un acorde compuesto y brillante; su mirada era diáfana, y, tenía un olfato impecable y desarrollado que compensaba su ceguera.


Nos terminamos los churros y se reclinó en el banquillo de la estación, haciendo girar sus manos sobre su barriga con un gesto de satisfacción. Le pregunté donde podría comprar un ramo de flores para Clara. Había quedado en verme con ella en la estación a las 4 de la tarde y no quería llegar con las manos vacías. Lavanda tomó mi mano y me guió como sí pudiese ver cosas que yo ignoraba. En el quinto andén había una floristería de 6x6 que parecía más una tienda de conveniencia que un dormitorio de orquídeas y azaleas. 


Lavanda tocó con cuidado al menos sesenta de las flores que se exhibían y agarró un par de dondiegos cuyo color me recordó a las manchas de sol que adornaban la palidez delicada y característica de Clara.

—Con estas se va a enamorar —dijo ella

—¿Qué te hace pensar que quiero enamorar a alguien?—pregunté

Lavanda bajó la cabeza y giró la mirada hacia un lado. Me reí pues ese era el gestito que tanto me reprochaba Clara. Verla me hizo darme cuenta de que en cierto modo, ambos eramos ciegos cuando hacíamos aquel gesto. Nosotros no buscábamos nada fuera de nosotros mismos, sino muy adentro, en la mente o el corazón. 

Subió la cabeza de golpe, alzó ambas cejas de manera solemne y puso un tono de voz que me recordaba al que yo mismo ponía cuando era más joven e iba repartiendo mentiras blancas.

—Sencillo —dijo ella —esta florecita tiene muchos nombres y cuenta mil historias —repitió el gesto de la mirada —pero, es una flor mágica. Puede guardar mil nombres y sí alguien comparte sus churros con una niña ciega entonces es que pretende enamorar a una mujer, regalándole su apellido. Usted se quiere casar con... ¿Cómo se llama ella?

Entrecerré los ojos y le seguí el juego:

—Su nombre es Clara y su tez es blanca como la arena de Bahía 

—No sé de que color es la arena, pero, sé que es cálida. He jugado mucho en ella —sonrío para sí y giró su cabeza hacia donde yo estaba —Dile que estas flores llevan su nombre y que son calentitas, como un churro recién hecho.

Me sorprendió la dulzura de Lavanda. Parecía un recipiente mínimo que guardaba en su haber mil almas puras y con experiencias de los siglos. Por un momento sentí como sí ella pudiese ver a través de mí; a través de mis miedos y sueños. Sentí eso, por segunda vez en mi vida, y me ruboricé al pensar que pudiese ver en la esquina de mi corazón a Clara, con una precisión tan fiel que podría retratarla de memoria, en un dibujo de arena. 

—¡Eres toda una experta en esto de las flores! —solté por fin 

—Claro —dijo ella —¡por eso me llamo Lavanda!

II

Insistí en darle algo de dinero por haberme ayudado a escoger las flores. Hasta ese entonces no había pensado sobre sí Lavanda tenía un hogar, o al menos una familia. Sin darme cuenta la había embolsado junto a los otros niños que vestían andrajosos y parecían vivir en la calles de Bahía. Me avergoncé y ella se limitó a reírse de mí como sí yo estuviese ignorando lo más importante. —yo vivo aquí, en Bahía Blanca. —dijo haciendo un gesto amplio con su pecho y ambos brazos. —no te preocupes por mí—

Me encontré con Clara a las 5 de la tarde y como de costumbre tuve que inventarme una excusa para justificar mi retraso. Había comprado unos dulces para compartir, pero, me los habían arrebatado de las manos. No, eso no era creíble, nadie robaba en Bahía Blanca. Había estado, ayudando, a alguien con sus maletas. ¿Por más de 3 horas?. Mmmm, me había distraído hablando con una niña sobre los mil nombres de una flor. Eso era. Clara asintió, pero la ceja levantada y sus labios arrimados hacia su mejilla izquierda me hicieron pensar que no me había creído del todo. Le di las flores y sus labios volvieron a su lugar de origen, se expandieron y sonrió amplia como una hamaca entre dos palmeras. 

—No entiendo porque inventas tanto—me tomó del brazo y se acercó a mi con un medio abrazo —me hubieses mostrado las flores y ya.

—No todo es mentira —reí

—¿Ayudaste a alguien con su maleta durante 3 horas? Seguro empacó la casa 

—Venía de Neptuno —dije —se había traído una colección de rocas extraterrestres 

—Vale ya, entiendo —dijo llevándose la mano a la boca tratando de ocultar una risita

—La verdad es que, la parte de los mil nombres es cierta. Hoy reclamé sobre esta flor un nombre hermoso. Les he puesto Claras. Son cálidas como tú. Sí cierras tus ojos y las tocas con el dorso de tu mano puedes sentir la arena de Bahía arroparte. 

Clara me miró. Parecía buscar una señal, un hilo destejido para halar. Sentía que de encontrarlo lo halaría tan fuerte que me hubiese quedado desnudo. 

—Lo del tipo de Neptuno estuvo bueno, pero esto es una labia de ciudad —espetó

—Clara, yo —respiré hondo y contuve el aire, me aferré del mango de la maleta y sentí como mis hombros se erguían describiendo un arco que se tensa. —-No quiero volver a la ciudad. Quiero mudarme acá. Contigo.

Clara se quedó mirando las flores y las acarició con los ojos entrecerrados. El viento corría sus rizos como sí fuese una amiga íntima que la peinaba y aconsejaba ante un problema difícil. Por un momento sentí que no había dicho nada en absoluto y que solo había imaginado decirlo. Hasta que una lagrima rodó hasta sus labios.

III

—¿Hasta cuando? Solo dímelo. —Clara secó sus lagrimas con la palma de su mano. —¿Cuando vas a cambiar? No son las mentiras tontas, son este tipo de cosas. ¿Cómo te tomo en serio sí haces el mismo gestito de siempre? Como sí vivir juntos fuese un juego o una mentirita blanca que llevas hasta el final a ver sí se da. Yo no necesito esto, no necesito mentiras. Sí no me estas mintiendo, mírame a los ojos y demuéstralo.

6 horas atrás, la hubiese mirado, hubiese vuelto a abrir los ojos para que el calor de mayo los friera de ser necesario. Hubiese dejado que viera dentro de mí sin miedo alguno, porque yo solo quería una cosa en el mundo: A ella, a sus rizos mal atornillados y a su piel de arena blanca; a ella y a sus sueños de mar, en los que moriría ahogado por gusto.

Entonces, cerré los ojos. El calor de la tarde me estremeció y sentí como sí alguien me diera un par de palmadas en la espalda. Los colores que antes había visto se convirtieron en olores a conserva, fritura y camino. Entre la humedad que nos recorría un aire fresco provenía del pecho de Clara y yo podía verlo como sí lo respirara únicamente hacia mi, con un color turquesa que me serenaba y me llamaba.

Me acerqué a ella buscándola como sí estuviese a millas de mí. Recorrí esos diez centímetros como un peregrinaje milenario y me ceñí a su torso como una ropa holgada que no ata pero cubre; que no aprieta pero protege. La abracé y sentí el invierno del 98' con una calidez que solo vivirían aquellos, que en el polo más frío del mundo, encuentran a alguien a quien amar.

—Estoy cansado del frío Clara.

Clara parecía haberse ahogado en aquel abrazo. Sentí como su cabeza se ladeaba en aquel gestito que tanto reprochaba de mi. Ella estaba buscando, allí, dentro de sí, la respuesta. Ninguno de los dos mentíamos cuando mirábamos a un ladito, solo escuchábamos al corazón, así como aprendí de Lavanda.

Saqué de mi bolsillo la diminuta caja de caoba, puse una rodilla en el suelo y la abrí para ella. Cuando vio el anillo, Clara no miró a un lado, no respiro, no dijo nada. Me besó con unos labios que ya no estaban rotos al frío. Sentí el calor del mismo mundo iluminarme el pecho. Coloqué el anillo de compromiso en su dedo anular y nos volvimos a abrazar. Clara que había estado llorando me hizo una pregunta un tanto extraña.

—¿Por qué escogiste unos dondiegos? ¿Sabes que flores me gustan?

—No hay muchas flores que aguanten el frío de Cabo Guante, —respondí —supongo que por eso nunca te había regalado flores 

Clara olió una vez más los dondiegos y luego se acercó para olerme de una manera que me tomo por sorpresa

—Ahora que vamos a vivir juntos ya no hay excusas para que no sepas mi flor favorita.

—Claro, ¿cuál es? —dije con curiosidad

—Es extraño que no lo sepas, —dijo Clara circunspecta llevas su olor como sí lo hubieses perfumado a tu piel. 

Cerré los ojos y miré a un ladito, respiré el aire de Bahía Blanca reconociéndolo como mi nuevo hogar. Y me di cuenta de que Clara tenía razón. Yo olía a su flor favorita, la que conocí en aquel lugar mágico en donde llegaban y partían trenes.

Aquel día de mayo, le propuse matrimonio a Clara y ella, dijo que sí.

Aquel día de mayo cálido y hermoso, en el que yo conocí a Lavanda. 






domingo, 29 de marzo de 2015

Los viajes desagradables / Parte I / Texto / Suspenso / Ficción

-No llegamos a tiempo Elizabeth, debemos irnos

Recuerdo cuando conocí a Emilio, nada impresionante sí me preguntan, parecía un tipo normal, de esos que se acuestan tarde jugando a ser algo que no son. Cuando lo escuchaba de lejos su tono de voz se perdía entre la muchedumbre del local, no resaltaba, no brillaba, y tampoco parecía esforzarse por hacerlo. No sabía sí era muy confiado o por el contrario un desdichado social, pero había algo de él que me llamaba la atención y sí quería averiguarlo tenía que acercarme.

El tiempo no me alcanzo para decidirme, antes de que me diera cuenta aquel tipo se había acercado a mí con un par de cervezas. Sonreí por instinto y antes de que abriera su boca le explique que yo no bebía, que mejor buscara a alguien más que sí pudiera aceptar sus poco sutiles maneras de abordar a una mujer.

-“No son para ti”, dijo con un tono conciso y una mirada gélida
-“Pues, ¿entonces por qué has venido hacia mí?, dije convencida de que había sido él, quien se había acercado.
-“Sólo te estoy ahorrando la vergüenza de ser la primera en dar el primer paso”

Lo vi por un segundo, mientras abría su segunda cerveza con sus manos magulladas de un no-se-qué, la mirada gélida era la misma pero aquel hielo era seco, y yo no quería quemarme.
-“Eres un arrogante, te acercas de manera petulante a ofrecerme una cerveza y como te la niego te tomas ambas, y luego para empeorarlo asumes que yo quería acercarme a ti, ¿Es qué no te has visto en un espejo? – Dije mientras Emilio, permanecía intacto, cómo un roble, o un pino, sí un pino seco y rígido

-“No es que me guste verme mucho en el espejo, me gusta ver, enfocarme en los detalles y es lo que he hecho desde que llegue, estabas lejos y me veías, así que me acerque” – Dijo colocando la segunda botella de cerveza vacía en la barra, “Ahora debemos irnos Elizabeth” – Tomo mi mano con fuerza, saco mi celular del bolsillo trasero de mi pantalón y lo dejo caer tras la barra, donde un bartender lo recogió y lanzo a la basura, sólo para después hacerse el que no había visto nada.

-“¿Elizabeth?, ¿Cómo sabes mi nombre?, déjame ir infeliz” – Gritaba mientras la multitud del local creía ver una pelea de novios, nadie hacía nada y yo no tenía la fuerza suficiente para escapar.

-“Mi nombre es Emilio, sí crees que ya no tengo brillo es porque alguien me lo ha robado y tú me vas a ayudar a encontrarlo”

Quede pasmada ante la idea de que él supiera lo que había pensado cuando lo vi por primera vez, un miedo inagotable apretaba mi cuello, asfixiándome. No podía pensar, no podía moverme, ¿que tengo yo que ver con este tipo? ¿Dónde están mis amigas? ¿A quién se refiere?

Me llevaba de la mano hacia el baño, mi miedo se intensificó, aquel tipo lo que quería era violarme, recobre mis fuerzas y lo golpeé en la cara. Ni lo había rasguñado, sólo paro y me dijo:
-“No lo hagas más difícil Elizabeth”

Las lágrimas comenzaron a correr por mi rostro y recordé que tenía una aparente llave en mi cartera que era en realidad una navaja,  supe que debía esperar el momento correcto. Dejaría que me llevará hasta donde él quería y allí, lo haría pagar.

Al entrar al baño, se cuidó de que no hubiera nadie. Mientras él verificaba cada una de las puertas yo tomaba de mi cartera la navaja, colocándola en mi sostén con la única mano libre que me quedaba. Sólo debía esperar

La puerta del baño se abrió de golpe, antes de que pudiera gritar por ayuda tapó mi boca y me metió en uno de los cubículos.

-“Silencio Elizabeth, sólo te pido que confíes en mi” dijo con un tono diferente, temeroso, como sí de ello dependiera mi vida.

Una risa familiar se escuchaba en el pasillo principal del baño, una pareja había entrado y parecían dispuestos a pasar un agradable rato en un lugar tan desagradable como un baño de local nocturno.
Mientras Emilio tapaba mi boca pude notar que no hacía ningún esfuerzo en acercarse a mí con intenciones sexuales, mantenía una distancia prudente, yo que tenía la navaja en mi sostén pensaba esperar el momento preciso para escapar de allí, pero por un segundo tuve la ligera impresión de que trataba de protegerme.

-“Hay alguien más en el baño, no debemos hacerlo” dijo una voz que conocía de hace años, pero que por alguna razón, no podía identificar

Un arma silenciada se activó y la voz desapareció, la puerta sonó de golpe y Emilio por primera vez en aquella noche mostró miedo, abrió el cubículo del baño y antes de que yo pudiera sacar mi navaja para atacarlo, la sangre de un cuerpo caído llegó a mis tacones carmesí, fusionando los colores, empapándome de muerte.

-“No llegamos a tiempo Elizabeth, debemos volver” – Dijo Emilio
-“¿A dónde?,  ¿de qué hablas?” Al salir del cubículo, reconocí el cuerpo de inmediato, el cabello rubio y los ojos color café, las muñecas cortas y el pequeño tatuaje de colibrí en el tobillo. Aquel cuerpo, que yacía en el piso, no era más ni menos, que mi propio cuerpo.

Antes de que pudiera decir algo, Emilio se volteó y me besó, por alguna razón extraña sentí que ya había besado aquellos labios, el beso fue corto, cómo de arrepentimiento.

-“Lo siento Elizabeth, volví a fracasar, lo pensé todo, lo esperé todo, tú tenías razón, no recuperé el brillo Elizabeth, no lo recuperé” Dijo Emilio mientras caía de rodillas al piso ensuciando su pantalón con la sangre aún húmeda.

-“¿Quién eres?, ¿Qué es esto?, esa no soy yo, no puedo ser yo, quiero despertar” El desespero me envolvía y las preguntas eran infinitas

-“Mi nombre es Emilio, puede que aún no lo sepas, pero tú eres alguien muy importante para mí. Sí tengo que regresar 1000 veces a este lugar, lo haré. No perderé de nuevo”

Nada de eso tenía sentido, ¿Por qué alguien querría matarme?

Sólo una cosa era cierta, yo ya había conocido a Emilio en algún momento y el me conocía a mí. 

Había mil cosas que yo parecía saber

Y que pronto recordaría



Carta #24 "Para los que tengan memoria"

Sortarios son todos aquellos que te vivieron feliz.

Confiando en ti mismo siempre y mostrando tus ganas de volar.

Dichosos son los que te sintieron tan eufórico y jovial, hasta el punto en donde contagiabas toda esa buena energía, convirtiendo cualquier reunión en una fiesta.

Son afortunadas sin saberlo, aquellas mujeres que te tuvieron cuando no las necesitabas. Cuando no te hacían falta, cuando no querías su apoyo y estaban ahí solamente porque ambos lo deseaban así.

Quisiera haberte vivido feliz en tu zona de confort con tu perro, un gato y tu mejor amiga. 
Quisiera haberte vivido en la playa, con unos tragos de más y con la certeza de que todo lo tenías seguro.
Quisiera haberte vivido en el calor de tu hogar, con tu mamá y con tu papá, hablando un domingo tranquilo de cosas sin importancia sólo porque podías hacerlo. 

El lujo de tocar temas sin importancia nos recuerda que estamos libres de problemas, que podemos reírnos de la rutina y de la vida cruel que espanta a otros; el lujo de tocar temas sin importancia nos hace sentir afortunados.

Y hubiese querido vivirte con todas tus bases seguras. 
Con tu mente despejada de preocupaciones, hubiese querido vivirte de cerca con tus chistes y tus bromas pesadas.

Hubiese querido vivirte 
pero en otro momento, 
en otro lugar, 
en otros tiempos.

A.R.M

jueves, 12 de febrero de 2015

Dos perspectivas y un cuento corto.







LAS DOS CARAS DE LA MONEDA

Daniel De Abreu O.




Yo era muy valiosa para él, no tenía dudas de ello. Aunque lo nuestro duró muy poco y en ocasiones me hizo sentir reemplazable mientras su mirada se posaba en otras cosas ajenas a mí. Aún con ello y mis constantes arrebatos de celos, me sentía solo suya. Me había hecho creer a mi misma, que yo era su único tesoro.

Él me buscaba, acariciaba mis curvas desnudas, se veía en mí y me besaba con sus labios sucios. Sí, sus labios sucios y sus manos sucias, cansadas, y agotadas de beber anís. Yo había pasado por muchos hombres: Ricos, Banqueros, Lustradores, Dependientes y hasta muchachos inocentes a los que le cambié la vida. Yo los hice desear, desear más. El había sido el más pobre de todos pero puedo asegurar que ninguno de ellos me tocó como él.

También es cierto que nunca me presentaba a nadie, no creo que haya sido que se avergonzara de mí ya que nunca nadie se avergonzó de exhibirme y él que me ocultaba, me tenía en la palma de su mano.

Sé que sueno confundida y la verdad confieso siempre haberlo estado. Es difícil convivir conmigo misma cuando todo parece ser cuestión de cara o sello. De ganar o perder. De pensar en que sí yo no lo era todo para él, entonces no valía nada.

Fue una tarde cualquiera y él se encontró con algún hombre que parecía conocer, yo no podía saberlo pues como de costumbre no me presentó. Me hice la sorda e ignore su aburrida conversación. Yo que estaba acostumbrada a recibir toda su atención me sentía indignada al estar en segundo plano, mientras él me sostenía con su mano sudada y temblorosa.

 Solo preste atención cuando lo escuche quejarse de lo difícil que era su vida. “Ja, que patán, ¿Qué más le hacía falta para ser feliz sino yo? ¿Qué más deseaba?” Pensé angustiada.

Los recuerdos me alcanzaron, yo que había pasado una vida entera haciendo desear a los hombres me había encontrado con la realización súbita de que yo nunca había sido suficiente. Siempre iban a querer más.

Mientras yo me hundía en la angustia el presunto conocido le mostraba cosas de lo más comunes pero revestidas en oro: Un ladrillo, un león. Nada impresionante en mi opinión. El por su parte parecía desear mucho más de lo que el hombre le mostraba.

El borracho empapado en envidia, tuvo el descaro de manifestar abiertamente su deseo en mí cara. Quería su dedo, pero, ¿Para qué? Quizás había perdido su tacto por estar recogiendo cosas de las aceras, Quizás sabía que ya no me tocaba con la misma magia que lo hacía antes y quería avivar lo nuestro.

Yo estaba equivocada. Justo cuando creía que lo nuestro tenía arreglo, me hirió con una lluvia de palabras punzantes, tan duras como para penetrar el acero mejor forjado. "Yo pense que esta porquería era única en el mundo" Dijo apartándome con un gesto rudo  "pero con ese dedo tuyo, podría tener mil más como ella. Mejores, más valiosas. Esta ya está desgastada de la cantidad de hombres por las que ha pasado"


Que manía la mía de soñar con cosas absurdas. Solo quería dejar de pasar de un hombre en otro y que tal vez alguno de ellos me acogiera en su casa para siempre. Como un pequeño tesoro, como algo sagrado y no reemplazable. Yo soñaba con un calor humano que más nunca tuve. Pero en cambio mi casa paso a ser aquella fosa sucia en la que caí. 


Nunca supe que fue de él, ni de su nueva relación con el dedo,  así como nunca supe qué me falto darle. Él fue mi último hombre. Nadie me volvió a coger, aun siendo monedita de oro.

domingo, 8 de febrero de 2015

Música y profesión / Poesía




Ella me tocaba y no al revés
Ella me escuchaba como nadie
Tomaba mis manos, las besaba a gritos, con sus labios fríos

Un día la olvidé pues necesitaba pagar recibos de agua y luz
Cuentas, mías y de ella.

Fui a un lugar bien alto pero decadente.
Y siendo mi propio carcelero, escondí la llave en mi bolsillo.
En mis manos ate unas débiles esposas de papel.
Y esperé a que alguna lluvia las disolviera.

A ella la tenía siempre cerca e inalcanzable, la despreciaba y ella me despreciaba a mí.

Busqué entre agotadas colillas de cigarro suspiros que me faltaron
Pero el tiempo fatigado se había olvidado de mi

No me quedaba sino aquella celda, ese asiento, mi puesto, mi lugar.

Pensé en asfixiarme con lo que una vez fue canción.
Pero aún con la llave en mi bolsillo, yo no quería salir.
Ella siempre me buscaba pero yo ya no estaba ahí.
Nunca me alcanzo el entusiasmo, ella  se quedo allá afuera.


Y yo lejos de mí.
Sin voz.

domingo, 1 de febrero de 2015

Las tortugas ninjas / Cuento corto / Duelo en niños



Roberto era un niño callado; no porque no tuviera nada que decir, sino porque no sabía cómo decirlo. Cuando lograba hacerlo, se sentía mínimo, como una brisa que sopla tenue en una tarde abrasadora. Lo cierto es que temía alzar la voz porque odiaba los gritos. Aún con todo, no era un niño que odiara todo. Amaba a las Tortugas Ninjas.

Espadas, nunchuks, jittes y bastones. También, colores para que cada niño se identificara con su personaje favorito. “A mí me gusta la del antifaz morado”, dijo Roberto, “dicen que es un color de niña, pero a mí me gustan mucho las uvas”.

Ojalá se hubiera quedado con las uvas, y no con los malos hábitos alimenticios de las tortugas ninja. Una dieta a base de pizza no es buena para el colesterol. Pero, Roberto estaba de suerte, su cumpleaños se acercaba y no se puede ser un buen padre sí no se le permite comer mal a los niños en sus cumpleaños. Como regalo pidió una tortuga ninja “de verdad”. A cambio de una tortuga fuerte y experta en artes marciales recibió una pequeña tortuga, lenta y aburrida. 

Planeó convertirla en una tortuga ninja, por lo cual cortó una de sus camisas favoritas e hizo un pequeño antifaz, agarró pega loca de la que usaba en el colegio y antes de que pudiera pegarsela en la cabeza a su nueva amiga, sus padres lo detuvieron y regañaron.

Roberto estaba molesto “¿Cómo pretenden que sean unas verdaderas tortugas ninjas sin un antifaz?”, “Los adultos nunca entienden de héroes” Pensó mientras saltaba en su cama haciendo volar sus juguetes de las Tortugas Ninjas. Su rabia no duró mucho, y pensó en invitar a Donatello, su tortuga favorita, al Baúl de los juguetes, ahí aprendería mucho sobre héroes como Batman, los Power Rangers, Dragon Ball y los Caballeros del Zodíaco. Se volvería fuerte e invencible, sería una verdadera tortuga ninja.

Una noche, Roberto sacó a Donatello del pequeño estanque que tenía como hogar. A aquel niño no le gustaba dormir sólo, le daba pánico la oscuridad. Tomó a Donatello y lo coloco en su cama junto a su correspondiente figura de acción, los arropó a ambos y se fue a dormir. Esa noche estaría seguro ante cualquier peligro.

Ningún monstruo perturbó el sueño de Roberto. La alarma del reloj sonó y tras varios intentos por despertarse, abrió sus ojos sólo para percatarse de que Donatello no estaba. Sintió un frío que le recorrió el cuerpo, levantó cobijas y almohadas, sin encontrar algún rastro de Donatello. Corrió a la cocina, se trepó en una silla y observó el estanque. Donatello tampoco estaba allí.

En la sala, el desayuno en la mesa y su bebida achocolatada fueron invisibles para Roberto, las lágrimas le nublaban la vista. Buscando por la casa se tropezó con su madre quién le pidió conservara la calma, su amigo estaba bien, solo se había ido a buscar un río mágico. “¿Un río mágico?”, Donatello lo había abandonado, su héroe de la infancia, a quién consentía con pizzas y pequeñas armas de lego se había ido para buscar un lugar desconocido y lejano. Aquel día de escuela fue uno de los más tristes.

Dadas las 5:00 pm, un episodio de Las Tortugas Ninja se proyectaba sin que nadie en aquella casa lo viera. El pequeño estanque seguía vacío y la pequeña palmera bajo la cual solía descansar Donatello, se veía más artificial que nunca, ya no era una palmera de verdad, sino de plástico, como sus juguetes.

Roberto no entendía, ¿por qué Donatello había tomado la  decisión de irse a aquel río mágico?, ¿Por qué lo había dejado atrás después de tantas aventuras?

Roberto no se daría por vencido hasta obtener al menos una respuesta a sus preguntas, fue a la biblioteca de la sala y buscó una enciclopedia sobre animales. En la sección correspondiente a las tortugas aprendió que estas necesitaban de la luz del sol para poder vivir. “Tampoco les gusta la oscuridad, como a mí” pensó Roberto mientras secaba sus ojos con la manga del suéter.

Cerró el libro, trepó el pequeño mueble de la sala y se puso a observar los carros que se perdían al cruzar la esquina. Mientras los veía desaparecer pensó: “Cuando la gente se va, no es porque te abandonen, sólo se van de viaje. Buscando el sol”.