"Sólo se volverá clara tu visión cuando puedas mirar en tu propio corazón. Porque quien mira hacia afuera sueña. Quien mira en su interior despierta"
Carl Jung.
—Clara, mírame —abrí
los ojos como quien abre una ventana en el día más caluroso de mayo —¿te
parece que miento?
Clara me miró durante medio
minuto y en su cara se dibujo una línea fina de la que colgó un dejo de
decepción.
—Ahí esta, lo volviste a
hacer —dijo ella
—¿Qué cosa? No he hecho nada.
—Sé cuando estas mintiendo, mueves
rapidito los ojos hacia a un lado —dijo mirándome con un gesto cansado— ¿Cuándo vas a cambiar?
I
Tomé el tren sur hacia la
estación Bahía Blanca, leí un cuarto del Estravagario de Neruda y me dormí a
eso de las 11:14 de la mañana. Soñé con besos claros. Era el invierno del 98'
en Cabo Guante. Dentro de la cabaña, Clara me tomó de la mano y miró tan dentro
de mí que temí perder el nombre, el alma, el sueño. Las gotas del ron de roble
encontraron un caudal entre sus labios rotos y yo encontré un lugar para
acampar en su pecho. Nos quedamos allí mirando al cielo raso y describiendo con
nuestras miradas una pirámide perfecta. Queríamos viajar al mismo mundo... queríamos encontrarnos. Estabamos tan cerca y tan lejos.
Desperté con el corcoveo
del tren y añoré el sueño que se había quedado atrás en el camino. El calor de Bahía se mezcló con
el gentío y me desesperé por salir del vagón. Tomé mi maleta, mi
libro y la diminuta caja de caoba que coloqué en mi bolsillo izquierdo antes de
bajar a la estación.
Bahía Blanca vestía unos
colores magnánimos: telares tricolores que guindaban a las afueras de las
tiendas de la estación; niños con camisas variopintas que pedían limosna y se
amontonaban frente a los pasajeros con sus sonrisas aun inocentes. Algunos de ellos ya
se habían hecho con un par de doblones y se les veía compartir un paquete de churros, todos juntos a la sombra, de modo que ninguna se quedará afuera. Eran una pequeña familia. Donde todos cuidaban los unos de los otros, aun teniendo casi nada. Nadie se quedaba sin comer. Esos niños eran el primer plano de una imagen compleja: eran el reflejo mismo de
Bahía Blanca, una ciudad pobre pero cargada de calor humano. ¿Qué hacía distinta a esta gente?
Compré una docena de churros,
cuatro suspiros y una conserva de coco. Me senté a hacer tiempo; había pensado guardar para Clara cuando
sentí una presencia casi minúscula. Miré tras el banquillo y vi a una
niña de cabellos color ceniza y una camisa rosa holgada con motivos florales.
Tenía los ojos bien abiertos y perdidos; me llamo la atención como bamboleaba su puntiaguda nariz, como intentando adivinar si aquellos churros llevaban
arequipe o chocolate. Su nombre era Lavanda; su
tono de voz vibraba como un acorde compuesto y brillante; su mirada era
diáfana, y, tenía un olfato impecable y desarrollado que compensaba su ceguera.
Nos terminamos los churros y se reclinó en el banquillo de la
estación, haciendo girar sus manos sobre su barriga con un gesto de
satisfacción. Le pregunté donde podría comprar un ramo de flores para Clara.
Había quedado en verme con ella en la estación a las 4 de la tarde y no quería
llegar con las manos vacías. Lavanda tomó mi mano y me guió como sí pudiese ver
cosas que yo ignoraba. En el quinto andén había una floristería de 6x6 que
parecía más una tienda de conveniencia que un dormitorio de orquídeas y
azaleas.
Lavanda tocó con cuidado al
menos sesenta de las flores que se exhibían y agarró un par de dondiegos cuyo
color me recordó a las manchas de sol que adornaban la palidez
delicada y característica de Clara.
—Con estas se va a
enamorar —dijo ella
—¿Qué te hace pensar que
quiero enamorar a alguien?—pregunté
Lavanda bajó la cabeza y giró
la mirada hacia un lado. Me reí pues ese era el gestito que tanto me reprochaba
Clara. Verla me hizo darme cuenta de que en cierto modo, ambos eramos ciegos
cuando hacíamos aquel gesto. Nosotros no buscábamos nada fuera de nosotros
mismos, sino muy adentro, en la mente o el corazón.
Subió la cabeza de golpe, alzó
ambas cejas de manera solemne y puso un tono de voz que me recordaba al que yo
mismo ponía cuando era más joven e iba repartiendo mentiras blancas.
—Sencillo —dijo
ella —esta florecita tiene muchos nombres y cuenta mil
historias —repitió el gesto de la mirada —pero, es una flor mágica.
Puede guardar mil nombres y sí alguien comparte sus churros con una niña ciega
entonces es que pretende enamorar a una mujer, regalándole su apellido. Usted se quiere casar con... ¿Cómo se llama ella?
Entrecerré los ojos y le seguí
el juego:
—Su nombre es Clara y su tez
es blanca como la arena de Bahía
—No sé de que color es la
arena, pero, sé que es cálida. He jugado mucho en ella —sonrío
para sí y giró su cabeza hacia donde yo estaba —Dile que estas flores
llevan su nombre y que son calentitas, como un churro recién hecho.
Me sorprendió la dulzura de
Lavanda. Parecía un recipiente mínimo que guardaba en su haber mil almas puras
y con experiencias de los siglos. Por un momento sentí como sí ella pudiese ver
a través de mí; a través de mis miedos y sueños. Sentí eso, por
segunda vez en mi vida, y me ruboricé al pensar que pudiese ver en la esquina de mi corazón a Clara, con una precisión tan fiel que podría retratarla de
memoria, en un dibujo de arena.
—¡Eres toda una experta en
esto de las flores! —solté por fin
—Claro —dijo ella —¡por eso me llamo Lavanda!
II
Insistí
en darle algo de dinero por haberme ayudado a escoger las flores. Hasta ese
entonces no había pensado sobre sí Lavanda tenía un hogar, o al menos una familia.
Sin darme cuenta la había embolsado junto a los otros niños que vestían
andrajosos y parecían vivir en la calles de Bahía. Me avergoncé y ella se
limitó a reírse de mí como sí yo estuviese ignorando lo más
importante. —yo vivo aquí, en Bahía Blanca. —dijo haciendo un gesto
amplio con su pecho y ambos brazos. —no te preocupes por mí—
Me
encontré con Clara a las 5 de la tarde y como de costumbre tuve que inventarme
una excusa para justificar mi retraso. Había comprado unos dulces para
compartir, pero, me los habían arrebatado de las manos. No, eso no era creíble,
nadie robaba en Bahía Blanca. Había estado, ayudando, a alguien con sus
maletas. ¿Por más de 3 horas?. Mmmm, me había distraído hablando con una niña
sobre los mil nombres de una flor. Eso era. Clara asintió, pero la ceja
levantada y sus labios arrimados hacia su mejilla izquierda me hicieron pensar
que no me había creído del todo. Le di las flores y sus labios volvieron a su
lugar de origen, se expandieron y sonrió amplia como una hamaca entre dos
palmeras.
—No
entiendo porque inventas tanto—me tomó del brazo y se acercó a mi con un medio
abrazo —me hubieses mostrado las flores y ya.
—No
todo es mentira —reí
—¿Ayudaste
a alguien con su maleta durante 3 horas? Seguro empacó la casa
—Venía
de Neptuno —dije —se había traído una colección de rocas
extraterrestres
—Vale
ya, entiendo —dijo llevándose la mano a la boca tratando de
ocultar una risita
—La
verdad es que, la parte de los mil nombres es cierta. Hoy reclamé sobre esta
flor un nombre hermoso. Les he puesto Claras. Son cálidas como tú. Sí cierras
tus ojos y las tocas con el dorso de tu mano puedes sentir la arena de Bahía arroparte.
Clara
me miró. Parecía buscar una señal, un hilo destejido para halar. Sentía que de
encontrarlo lo halaría tan fuerte que me hubiese quedado desnudo.
—Lo
del tipo de Neptuno estuvo bueno, pero esto es una labia de ciudad —espetó
—Clara,
yo —respiré hondo y contuve el aire, me aferré del mango de la maleta y
sentí como mis hombros se erguían describiendo un arco que se tensa. —-No
quiero volver a la ciudad. Quiero mudarme acá. Contigo.
Clara se quedó mirando las flores y las acarició con los ojos entrecerrados. El
viento corría sus rizos como sí fuese una amiga íntima que la peinaba y
aconsejaba ante un problema difícil. Por un momento sentí que no había dicho
nada en absoluto y que solo había imaginado decirlo. Hasta que una lagrima rodó
hasta sus labios.
III
—¿Hasta
cuando? Solo dímelo. —Clara secó sus lagrimas con la palma de su
mano. —¿Cuando vas a cambiar? No son las mentiras tontas, son este tipo de
cosas. ¿Cómo te tomo en serio sí haces el mismo gestito de siempre? Como sí
vivir juntos fuese un juego o una mentirita blanca que llevas hasta el final a
ver sí se da. Yo no necesito esto, no necesito mentiras. Sí no me estas
mintiendo, mírame a los ojos y demuéstralo.
6
horas atrás, la hubiese mirado, hubiese vuelto a abrir los ojos para que el
calor de mayo los friera de ser necesario. Hubiese dejado que viera dentro de
mí sin miedo alguno, porque yo solo quería una cosa en el mundo: A ella, a sus
rizos mal atornillados y a su piel de arena blanca; a ella y a sus sueños de
mar, en los que moriría ahogado por gusto.
Entonces,
cerré los ojos. El calor de la tarde me estremeció y sentí como sí alguien
me diera un par de palmadas en la espalda. Los colores que antes había visto se
convirtieron en olores a conserva, fritura y camino. Entre la humedad que nos
recorría un aire fresco provenía del pecho de Clara y yo podía verlo como sí lo
respirara únicamente hacia mi, con un color turquesa que me serenaba y me
llamaba.
Me
acerqué a ella buscándola como sí estuviese a millas de mí. Recorrí esos
diez centímetros como un peregrinaje milenario y me ceñí a su
torso como una ropa holgada que no ata pero cubre; que no aprieta pero protege.
La abracé y sentí el invierno del 98' con una calidez que solo vivirían
aquellos, que en el polo más frío del mundo, encuentran a alguien a quien amar.
—Estoy
cansado del frío Clara.
Clara
parecía haberse ahogado en aquel abrazo. Sentí como su cabeza se ladeaba en
aquel gestito que tanto reprochaba de mi. Ella estaba buscando, allí, dentro de
sí, la respuesta. Ninguno de los dos mentíamos cuando mirábamos a un ladito,
solo escuchábamos al corazón, así como aprendí de Lavanda.
Saqué
de mi bolsillo la diminuta caja de caoba, puse una rodilla en el suelo y la
abrí para ella. Cuando vio el anillo, Clara no miró a un lado, no respiro, no
dijo nada. Me besó con unos labios que ya no estaban rotos al frío. Sentí el
calor del mismo mundo iluminarme el pecho. Coloqué el anillo de compromiso en
su dedo anular y nos volvimos a abrazar. Clara que había estado llorando me
hizo una pregunta un tanto extraña.
—¿Por
qué escogiste unos dondiegos? ¿Sabes que flores me gustan?
—No
hay muchas flores que aguanten el frío de Cabo
Guante, —respondí —supongo que por eso nunca te había regalado
flores
Clara
olió una vez más los dondiegos y luego se acercó para olerme de una manera que
me tomo por sorpresa
—Ahora
que vamos a vivir juntos ya no hay excusas para que no sepas mi flor favorita.
—Claro, ¿cuál es? —dije con curiosidad
—Es
extraño que no lo sepas, —dijo Clara circunspecta —llevas su olor como sí lo hubieses perfumado a tu
piel.
Cerré
los ojos y miré a un ladito, respiré el aire de Bahía Blanca reconociéndolo como mi
nuevo hogar. Y me di cuenta de que Clara tenía razón. Yo olía a su flor
favorita, la que conocí en aquel lugar mágico en donde llegaban y partían trenes.
Aquel día de mayo, le propuse matrimonio a Clara y ella, dijo que sí.
Aquel día de mayo cálido y hermoso, en el que yo conocí a Lavanda.